jueves, 15 de diciembre de 2011


LA MENTIRA.

“En este mundo traidor
nada es verdad ni mentira;
todo es según el color
del cristal con que se mira”.

          

                                    Mi cabeza peina canas

Y a lo largo de la vida

 La experiencia me  ha dejado

Dudas, penas y alegrías

Y muy pronto he comprendido

Que este mundo es un mercado

De mentiras despiadadas

Donde se compran honores,

Conciencias y Voluntades.

¿Qué hay Amigos?
¡Es mentira!

 ¡No hay amigos!
La amistad  es ilusión.

¿Cuántas veces encontramos

A lo largo del sendero

Su cambiante situación?

Hay Amigos complacientes
si acompaña la fortuna

 Y cuando el infortunio abate
que distantes se mantienen…

No comprenden los muy necios

Que  la fortuna es un duende

Que cuando se acaricia vuela…

Dejando el alma desnuda.

Es la vida, es su mercado,

Es la balanza y la tasa

De todas nuestras acciones,

El peaje  que  se paga

Por los sentimientos humanos:

el amor y la amistad,

El parentesco entre iguales,

La felicidad, la tristeza,

El valor, la cobardía

El odio o la venganza impía.

¿Y qué es el amor?

El amor es una mascara

Que nos  forjamos a gusto...

Con dudas desasosiego y desconfianza,

Delicioso dolor de los sentidos,

Aurora inquietante de la vida,

Desazón, sobresaltos y vagas esperanzas…


¡Qué deliciosa mentira!

Que todos padecemos gozosos…

Qué triste es vivir soñando

En un mundo que no existe,

 Que son la fe y la esperanza

Mentiras de la existencia…

Verdad, si en algún lugar habitas,

Si eres tu quien nos concitas

A contrariar los sentidos,

A vivir mintiendo siempre,

A mantenernos en la lid

De escoger el bien o el mal,

Dadnos fuerzas para obrar

Y rechazar la mentira

O permitid que  vivamos,

 Sin remordimientos vanos,

 Esta mentira infinita…



Carlos Herrera Rozo


y amor


miércoles, 16 de marzo de 2011

UN HOMBRE

ENVIO:





Surgirá un nuevo orden

y sus hombres serán

los sacerdotes del hombre,

y cada hombre será

su propio sacerdote.



WALT WHITMAN



Un Hombre



Tener sed de sufrimiento,

de cólera, de odio, de dolor,

de excitación sin tregua,

de terror súbito, de ansiedad y pena,

de amar y ser amado.

Estar transidos de dolor ante las injusticias

y preferir la ironía y la maldad

a la satisfacción de la mediocridad

de los pobres de espíritu.

Rechazar la esclavitud de la conciencia ante la tiranía

y la cobardía que nos corroe las entrañas del ser

y nos obliga a poner la rodilla en tierra

ante los poderosos y depredadores del mundo.

Vivir asediado,

perseguido, herido,

desangrado y mutilado

antes que vivir apaciblemente imitando a los muertos.

Bordear todos los abismos

de lo sublime a lo monstruoso,

llevar las manos manchadas de sangre,

tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro.

No dar sosiego al espíritu para construir un mundo

y disputar palmo a palmo su posesión

para ser dueño de su propio destino.

¡Ser libres!

Y entender que la libertad es la medida del ser...

y el milagro del lirio del alba.

Entender que no es un hombre quien desconoce la libertad y la paz

Que no es un hombre quien es sojuzgado y sometido

Que no es un hombre quien mendiga un pedazo de pan

Que no es un hombre quien trabaja explotado y humillado

Que no es un hombre a quien se le arrebata su libertad de palabra y pensamiento

Que no es un hombre quien se planta frente a los templos a esperar un milagro que nunca llega

Que no es un hombre a quien se le niega la salud y la escuela

Que no es un hombre el que haciendo votos de fe, sobre el libro sagrado, zahiere a su semejante.

Un hombre es aquel que quiere la libertad por encima de su propia existencia,

El que desea la palabra viva e hiriente

Que destroce las cadenas de la humillación y la desesperanza.

Un hombre es aquel que es capaz

De fomentar un alegato para dirimir la más antigua querella:

La de la libertad de expresión, acción y pensamiento.

Un hombre es aquel que es capaz de reunir en torno a si a los seres más diversos:

A los de opiniones encontradas;

A los analfabetos sedientos de verdad y conocimiento;

A los miserables que prevalidos de su poder viven del sudor y sangre de sus semejantes;

A los enfermos, leprosos y purulentos que agonizan sin ninguna atención;

A los mendigos que con sus manos esqueléticas tendidas exigen un óbolo o un mendrugo de pan, para su subsistencia;

A los crápulas, viciosos, disolutos y libertinos, sumergidos en su abyecto destino;

A los saltimbanquis, trapecistas, volatineros y acróbatas de la política;

A los jóvenes perdidos por los caminos de la desidia y la poltronería;

Al demente, al calenturiento y al idiota que creen que la vida se soluciona con dinero;

Al niño, de cabellos brunos, que avanza por la vida sin brújula y sin lazarillo…

Un hombre es el que, con estos mimbres, es capaz de provocar un gran incendio,

El incendio de la libertad y el desprecio a la tiranía:

Desprecio a los vendedores de paraísos y nirvanas;

Desprecio a la iglesia que vive de retorcer la fe de los fieles de acuerdo a su conveniencia;

Desprecio a los agiotistas y a los tiburones financieros que esquilman sin piedad a los humildes;

Desprecio a los leguleyos de la justicia y a los filibusteros;

Desprecio a los hipócritas que silencian la verdad a hurtadillas;

Desprecio a los racistas, homofobos y chauvinistas;

Desprecio a los legisladores adoradores de peculados;

Desprecio a los cínicos por su brutalidad y falta de entendimiento;

Desprecio al mesías, profetas y embaucadores,

Desprecio a los que sonríen del dolor ajeno sin comprender su propia superficialidad;

Desprecio a los comerciantes que cuentan con mezquindad y avaricia sus pingues ganancias;

Desprecio a los medios de comunicación que amañan la verdad para ponerla al servicio de inconfesables intereses;

Desprecio al incapaz de sublevarse y sigue mendigando el hambre en el abandono, la abyección y la miseria;

Desprecio, en fin, a creer que la vida es una aurora, la sonrisa o la caricia graciosa de un niño

Y pensar que podemos tomar el pan sin comprender

El dolor de la siembra y de la siega.

El sudor, la sangre y la paciencia del labriego,

Y luego, el calor del fuego para obtener la hogaza asada

Para comerla con manos limpias, a manteles y con modos apacibles…

Un hombre es el que siente estremecido el horror de su conciencia

Ante cualquier tiranía…

En esta época de sorprendentes adelantos electrónicos

No es la Internet, ni los Ipod , ni las tablet ipad

Las que nos devolverán la conciencia de ser libres,

Será siempre nuestra enhiesta posición ante el mundo, ante la verdad, ante la vida

Lo que nos hará ser un hombre

Y no olvidéis jamás

Que infancia, juventud y vejez es el ahora

Que nos reclama sin cesar nuestra presencia.



Post Scriptum



"No somos pecadores sólo por haber comido del Árbol

De la Ciencia, sino también porque aún no comemos

Los frutos del Árbol de la Vida".

Franz Kafka



Carlos Herrera Rozo.






¿Qué quieres decir?

ENVIO:



"Surgirá un nuevo orden

y sus hombres serán

los sacerdotes del hombre,

y cada hombre será

su propio sacerdote".

WALT WHITMAN.



Un Hombre



Tener sed de sufrimiento,

de cólera, de odio, de dolor,

de excitación sin tregua,

de terror súbito, de ansiedad y pena,

de amar y ser amado.

Estar transidos de dolor ante las injusticias

y preferir la ironía y la maldad

a la satisfacción de la mediocridad

de los pobres de espíritu.

Rechazar la esclavitud de la conciencia ante la tiranía

y la cobardía que nos corroe las entrañas del ser

y nos obliga a poner la rodilla en tierra

ante los poderosos y depredadores del mundo.

Vivir asediado,

perseguido, herido,

desangrado y mutilado

antes que vivir apaciblemente imitando a los muertos.

Bordear todos los abismos

de lo sublime a lo monstruoso,

llevar las manos manchadas de sangre,

tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro.

No dar sosiego al espíritu para construir un mundo

y disputar pa http://amplify.com/u/bum1d

UN HOMBRE

ENVIO:

"Surgirá un nuevo orden
y sus hombres serán
los sacerdotes del hombre,
y cada hombre será
su propio sacerdote".
WALT WHITMAN.

Un Hombre

Tener sed de sufrimiento,
de cólera, de odio, de dolor,
de excitación sin tregua,
de terror súbito, de ansiedad y pena,
de amar y ser amado.
Estar transidos de dolor ante las injusticias
y preferir la ironía y la maldad
a la satisfacción de la mediocridad
de los pobres de espíritu.
Rechazar la esclavitud de la conciencia ante la tiranía
y la cobardía que nos corroe las entrañas del ser
y nos obliga a poner la rodilla en tierra
ante los poderosos y depredadores del mundo.
Vivir asediado,
perseguido, herido,
desangrado y mutilado
antes que vivir apaciblemente imitando a los muertos.
Bordear todos los abismos
de lo sublime a lo monstruoso,
llevar las manos manchadas de sangre,
tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro.
No dar sosiego al espíritu para construir un mundo
y disputar palmo a palmo su posesión
para ser dueño de su propio destino.
¡Ser libres!
Y entender que la libertad es la medida del ser...
y el milagro del lirio del alba.
Entender que no es un hombre quien desconoce la libertad y la paz
Que no es un hombre quien es sojuzgado y sometido
Que no es un hombre quien mendiga un pedazo de pan
Que no es un hombre quien trabaja explotado y humillado
Que no es un hombre a quien se le arrebata su libertad de palabra y pensamiento
Que no es un hombre quien se planta frente a los templos a esperar un milagro que nunca llega
Que no es un hombre a quien se le niega la salud y la escuela
Que no es un hombre el que haciendo votos de fe, sobre el libro sagrado, zahiere a su semejante.
Un hombre es aquel que quiere la libertad por encima de su propia existencia,
El que desea la palabra viva e hiriente
Que destroce las cadenas de la humillación y la desesperanza.
Un hombre es aquel que es capaz
De fomentar un alegato para dirimir la más antigua querella:
La de la libertad de expresión, acción y pensamiento.
Un hombre es aquel que es capaz de reunir en torno a si a los seres más diversos:
A los de opiniones encontradas;
A los analfabetos sedientos de verdad y conocimiento;
A los miserables que prevalidos de su poder viven del sudor y sangre de sus semejantes;
A los enfermos, leprosos y purulentos que agonizan sin ninguna atención;
A los mendigos que con sus manos esqueléticas tendidas exigen un óbolo o un mendrugo de pan, para su subsistencia;
A los crápulas, viciosos, disolutos y libertinos, sumergidos en su abyecto destino;
A los saltimbanquis, trapecistas, volatineros y acróbatas de la política;
A los jóvenes perdidos por los caminos de la desidia y la poltronería;
Al demente, al calenturiento y al idiota que creen que la vida se soluciona con dinero;
Al niño, de cabellos brunos, que avanza por la vida sin brújula y sin lazarillo…
Un hombre es el que, con estos mimbres, es capaz de provocar un gran incendio,
El incendio de la libertad y el desprecio a la tiranía:
Desprecio a los vendedores de paraísos y nirvanas;
Desprecio a la iglesia que vive de retorcer la fe de los fieles de acuerdo a su conveniencia;
Desprecio a los agiotistas y a los tiburones financieros que esquilman sin piedad a los humildes;
Desprecio a los leguleyos de la justicia y a los filibusteros;
Desprecio a los hipócritas que silencian la verdad a hurtadillas;
Desprecio a los racistas, homofobos y chauvinistas;
Desprecio a los legisladores adoradores de peculados;
Desprecio a los cínicos por su brutalidad y falta de entendimiento;
Desprecio al mesías, profetas y embaucadores,
Desprecio a los que sonríen del dolor ajeno sin comprender su propia superficialidad;
Desprecio a los comerciantes que cuentan con mezquindad y avaricia sus pingues ganancias;
Desprecio a los medios de comunicación que amañan la verdad para ponerla al servicio de inconfesables intereses;
Desprecio al incapaz de sublevarse y sigue mendigando el hambre en el abandono, la abyección y la miseria;
Desprecio, en fin, a creer que la vida es una aurora, la sonrisa o la caricia graciosa de un niño
Y pensar que podemos tomar el pan sin comprender
El dolor de la siembra y de la siega.
El sudor, la sangre y la paciencia del labriego,
Y luego, el calor del fuego para obtener la hogaza asada
Para comerla con manos limpias, a manteles y con modos apacibles…
Un hombre es el que siente estremecido el horror de su conciencia
Ante cualquier tiranía…
En esta época de sorprendentes adelantos electrónicos
No es la Internet, ni los Ipod , ni las tablet ipad
Las que nos devolverán la conciencia de ser libres,
Será siempre nuestra enhiesta posición ante el mundo, ante la verdad, ante la vida
Lo que nos hará ser un hombre
Y no olvidéis jamás
Que infancia, juventud y vejez es el ahora
Que nos reclama sin cesar nuestra presencia.

Post Scriptum

"No somos pecadores sólo por haber comido del Árbol
De la Ciencia, sino también porque aún no comemos
Los frutos del Árbol de la Vida".
Franz Kafka

Carlos Herrera Rozo.

jueves, 24 de febrero de 2011

LA TÍA ROSA Y LA TÍA CHIQUINQUIRA.

LA TÍA ROSA Y LA TÍA CHIQUINQUIRA.



“No hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista”. Es el estribillo. Siempre lo repiten. No importaba el destinatario. Su significado, en cambio, dice relación a si mismas, a la supuesta fragilidad de su organismo a pesar de los 99 y 92 años con los que fallecieron. Y repetían el aforismo desde su adolescencia, con machacona vocación. La tía rosa era una mujer enjuta, seca de carnes, pero de cuerpo firme y flexible; su carácter recio, de mirada altiva, ojos penetrantes, voz bien timbrada y rictus impenetrable perfilado por una nariz recta, fina y desafiante, características que por sí solas le crearon un halo de respeto entre quienes la rodeaban o entre quienes la conocían por primera vez. La Tía Chiquinquira, en cambio, era bajita, de piel cetrina, ojos grandes, nariz ancha, apropiados a los climas tropicales, boca mediana y bien delineada, de carácter vivaracho y alegre que escondía una personalidad fuerte e inamovible. La vejez es un estado del cuerpo y del alma, phisis y psiquis en amalgama permanente e inseparable, y, sin embargo, son generadoras de diversos genotipos. Existen seres que son viejos de espíritu y jóvenes de cuerpo, otros que son viejos desde siempre; los hay que mantienen viva, sin nunca decaer, la curiosidad, manteniéndose en un estado permanente de aprendizaje; otros son más sabios, o la suerte les sonríe y terminan de madurar, y por fin, otros que se hunden en el vicio y la corrupción sin ninguna esperanza. La vejez siempre me ha llamado la atención por lo que en ella hay de humanidad, de conocimiento y de reconciliación con la vida y con la muerte, de ahí que se afirme con frecuencia que más sabe le diablo por viejo que por diablo. También es cierto que solo nos hacemos viejos en la medida en que seamos incapaces de embarcarnos en el mismo vehículo en que navegan nuestros hijos y la gente joven.

La tía Rosa y la tía Chiquinquira nacieron con la generación de 1900. Aquellos años debieron ser tiempos difíciles y angustiosos para la mujer. Muchas mujeres empezaron a escoger la soltería y a establecer relaciones de convivencia con otras mujeres sin que las animara un componente lesbiano sino una relación emocional de complicidad frente a la vida y al duro y trasnochado entorno masculino. Este tipo de relaciones quedo bien reflejado en la novela de Henry James “Las Bostonianas” aparecida en 1886, nombre este que a su vez recibieron las mujeres que adoptaron este tipo de convivencia. En esa sociedad, por terrible que parezca hoy, la mujer no tenía otro fin que el que le deparaba el uso y escaso disfrute de la carne, la reproducción y el posterior olvido; luego quedaban como ultimas vías de escape el convento, al cual apelaron y siguen apelando muchas mujeres, la vida fácil y la viudez sobrevenida o ficticia. La conquista de la libertad personal se sustentaba en la traición a las expectativas que la sociedad en las que les toco vivir había depositado en ellas y en cargar luego con la pena de ser señaladas permanentemente con el dedo de la ignominia. La mujer que se liberaba de las absurdas convenciones sociales era perseguida, señalada y humillada hasta la muerte pero muchas comprendieron que el secreto de su salvación radicaba en no asustarse y hacerle frente al destino. La masa, el grupo siempre ataca a quienes creen diferentes y lo hacen con mayor ferocidad si la víctima se somete y se humilla. La mayor carga de intemperancia provenía del concepto retrogrado de feminidad y de familia, mas de este ultimo que de aquel, impuesto por las jerarquías eclesiásticas desde el vaticano y reinterpretadas por sus áulicos y los mezquinos intereses religiosos, políticos, y sociales en el resto del mundo cristiano. No quiere decir esto que en otros cultos como el Judaísmo, el Mahometanismo o el Protestantismo no se den idénticas circunstancias.

Las tías, nacidas de padres campesinos, propietarios de tierras en la vega del rio Magdalena, entre los poblados de Puerto Chaguaní, Guaduas y San Juan de Rio Seco, en Chaguaní, al occidente de Cundinamarca, en el trópico, mar verde exuberante y ubérrimo que compite en pie de igualdad con la luz solar y la humedad permanente. Chaguaní es un pueblo metido entre las montañas cargadas de densos cafetales arábigos cubiertos por frondosos guamos, dindes, mangos y muchas otras especies apropiadas para dar sombra a los cafetales, altos pastos para el pastoreo vacuno e inmensos cañadulzales. Los hombres recogían la cosecha, el grano de pulpa roja y dulce que después de lavado, secado y tostado recorre la mayoría de los países del mundo aguijoneando los mejores paladares, por ser el café más suave del planeta. La caña de azúcar es recolectada y por procesos industriales convertida en azúcar o en alcoholes, aguardientes o rones. La vida en el trópico es apacible. El tiempo tiene su propio ritmo y el ambiente es embalsamado por los más diversos olores. El hombre pobre de alguna manera es menos pobre que en otros lugares y los ricos, por la misma singularidad, son menos ricos. Otra cosa es el abismo de las clases sociales. El trópico todo lo asimila en un infinito sopor del que ningún ser es ajeno. El silencio es la norma, estar alerta la consigna, la lucha por la supervivencia el pan de cada dio: El mundo que te rodea es un constante renacer, un eterno fluir entre la vida y la muerte. Nada es lo que es ni9 como y donde era sino que todo se mueve, se transforma, cambia y desaparece decía Heráclito con relación al ser, y nunca mejor expresado en relación a la naturaleza tropical. Y, al lado, pero estrechamente ligado con todo lo anterior, amalgamado, diríase mejor, coexiste otro mundo, el mundo de los espíritus, de los muertos y los manes superiores, creencias que acaban por determinar al hombre de estos lares, de formar su mundo y sus ancestros, las entretelas mismas de su mundo telúrico. En este ambiente nacieron, crecieron y vivieron la tía Rosa y la tía Chiquinquira, en el forjaron su carácter, su compromiso con la vida, en el entendimiento de que no estarían a merced de la edad o de las enfermedades sino a expensas de sus propios designios y del destino que así mismas se trazaran. La muerte, como en el caso de su primo Abraham, la decidirían ellas, no para fastidio de los demás sino para su propia satisfacción. Su madre, la señora Justina, mujer de piel cetrina, propia de las gentes de su raza, les inculco a sus hijas no solo los principios de respeto y humildad sino, fundamentalmente, el espíritu de soberbia y rebeldía ante cualquier tipo de sometimiento que atentara contra la libertad. No debió de ser fácil, ni para ella ni para sus hijas, tanto más cuanto que, Don Juan Crisóstomo, padre y esposo, era un nombre de profundas creencias religiosas e imbuido de los usos y costumbres de su tiempo, pero, también hay que decirlo, convencido de que siempre hay que estar preparados para el cambio.

Las tías, al contrario de las mujeres de su generación asistieron a la escuela, aprendieron a leer y a escribir gracias a que don Juan Crisóstomo, su padre, que entendía, a pesar de los atavismos, “que las mujeres tenían como mínimo saber las primeras letras para poder convivir en pie de igualdad con el mundo en que les tocara vivir, para formar un hogar digno, para que la educación de los hijos y de los futuros ciudadanos estuviera bien orientada y para que la relación marital no sufriera deterioros”, ello les permitió tener una perspectiva más amplia de su tiempo pero también ser mas consientes de sus limitaciones, no tanto de las personales, que también, sino de aquellas que les imponían los convencionalismos sociales obligándolas a permanecer, como a todas las demás, en una jaula de cristal, que para ellas era más dolorosa aun porque eran consientes de sus diferencias. Por ello y sin ninguna esperanza encausaron su vida hacia la lectura, las obras manuales y a las obligaciones del hogar como vía de escape a su perenne naufragio: La Tía Rosa dedicaba las horas libres del día al croché; de sus manos salían manteles, carpetas, escarpines, guantes, sombreros y en general todo aquello que ella pudiera imaginar. Siempre me llamo la atención la facilidad con que remataba sus carpetas con perfectas esculturas de animales bordadas con hilo calabrés. La Tía Chiquinquira, seguramente por imitación, se dedico a los bordados y he de decir que, jamás en parte alguna, he visto gatos tan bellos como los que adornaban los cojines de su casa: ¡Eran majestuosos! “Me gustan los gatos, decía con un dejo de tristeza, son tan libres e independientes… y supremamente egoístas”, quizás era un signo de identidad, su introspección competía con su simpatía, con su intimo deseo de figurar. Mirando viejas fotografías salidas del daguerrotipo, de un profundo color sepia, ¡los años no perdonan!, hay que admitir que las tías eran atractivas: tuvieron muchos pretendientes pero ninguno “lo suficientemente importante para merecerlas”, con lo que si Dios no les otorgaba marido se quedarían para vestir santos o el diablo les daría sobrinos.

El destino a veces nos juega malas pasadas o Dios se empeña en retorcidos vericuetos para ponernos a prueba o, en definitiva, hay palabras que no deben pronunciarse para evitar que se conviertan en penosas realidades. Nunca sabremos nada, lo cierto es que la vida nos atropella, que nos lleva de la felicidad y la locura a la tristeza, y al final, hacia el abismo, al profundo silencio y al olvido. Las Tías que nunca se casaron, que tuvieron numerosos pretendientes, que los despreciaron a todos por considerarlos inferiores a sí mismas, se iban a enfrentar por mor del destino a una nueva realidad. Muchas veces sin que lo hayamos buscado, repentinamente los hechos nos encuentran y, sin saber porque, desde ese mismo momento somos nosotros los que los buscamos. El hombre siempre se busca ilusiones, se atarea en expectativas, deseos, inquietudes e incluso amor por aquello que no posee o que desconoce, por lo que no ve, no oye o no comprende. Esto es lo que nos hace diferentes, lo que nos hace diversos a los demás y, esto es lo que va a cambiar para las Tías el rumbo de sus vidas. Si antes vivían en la despreocupación, en su idílico país de fantasías, ahora iban a ser asediadas por preocupaciones que nunca se habían buscado. Si Afrodita les negó el amor y la posibilidad de prepararle con cariño una salsa al ser amado, mientras meneaban las caderas y su sexo húmedo palpitaba a la luz del pensamiento en el amado, thanatos las devolvía a la vida en una ruda metamorfosis: de doncellas las convirtió, de la noche a la mañana, con su virginidad a cuestas, en madres putativas de cinco niños cuyas edades oscilaban entre los seis años y los once meses.

La vida nos enseña que en más de una ocasión sale lo que no se espera. Los hombres somos como niños, creemos, no sé porque, que siempre estamos ante un espectáculo de títeres: Se abre el telón, aparecen las figuras de trapo sobre el tablado, saltan, bailan, gritan, chillan, ríen, discuten, nos hacen reír y llorar y como los niños nos creemos que son ellas las que hablan, saltan y bailan; gracias a la tenue luz del interior del escenario no vemos los hilos que las mueven, ni las manos voluntariosas del titiritero. No es Dios, porque Dios no tiene intereses en las acciones del hombre, ni es el destino porque sería demasiado trágico y horrible estar sometidos como esclavos a una voluntad ajena a la nuestra, es la vida y su cruda realidad, la cual, con demasiada frecuencia, somos incapaces de asumir racionalmente. La muerte, que es inherente a la vida, siempre nos sorprende sin que aprendamos jamás la lección de vivir la vida del todo sin restricciones ni concesiones. La muerte de un familiar, la muerte de un ser querido, la muerte del otro, en síntesis, por mucho que la sintamos, no deja de ser un accidente que puede alterar absolutamente nuestras vidas, abrir cauces nuevos a la esperanza o privarla totalmente de sentido. Nada más ni nada menos y, la vida, a pesar de las perdidas e independientemente de lo que hagamos o no hagamos, pensemos o deseemos, continua sin alteraciones del ritmo.

La muerte de su cuñada, la esposa de su hermano, las dejaba en una situación compleja: a la perplejidad de la pérdida del ser querido tenían que agregar la nueva y difícil responsabilidad de criar y educar a los huérfanos velando por salvaguardar el hogar roto. En definitiva se enfrentaban a la vida, salían de su pueblo natal para dirigirse a la ciudad. Abandonaban un espacio bucólico rodeado del cariño de sus padres plantas, flores y animales para caer en la jungla del hormigón de la ciudad, en el infranqueable individualismo de sus gentes y en el torbellino de la pequeña guardería que tenían que dirigir. Eran consientes del peso que les caía y tenían la vaga esperanza de que su hermano, el padre de los niños, moderara su carácter, no porque fuera agresivo sino por su hosca actitud , su dificultad para comunicarse, tanto que, había que adivinar lo que quería o preguntarle y someterse a su dura mirada de reproche . No. No iba a ser fácil, las dificultades saltaban por todas partes y la estrechez económica rondaba como una sombra sobre sus cabezas. La familia materna, a excepción hecha de la abuela, se abstraía de toda responsabilidad. Opinaban que los niños, en las circunstancias familiares en que se encontraban, era más seguro en la hacienda del Abuelo Paterno por cuanto en ella residía casi toda la familia del padre. Otra cosa opinaban el abuelo paterno y el viudo. Creían, no sin razón que sacar a los niños de la ciudad dificultaría su educación, su salud, su desarrollo, por todo ello se opto por el viaje de las tías.

Los niños eran los únicos que se encontraban ajenos al vendaval de los acontecimientos. El tema central eran ellos, todas las decisiones que se tomaban recaían sobre sus cabezas pero no eran consultados, y no tenían capacidad de opinar. Sentían, si, el vacio que quedaba en el hogar. Notaban la ausencia de su madre. Inquirían por ella sin encontrar respuestas claras. Los olores, los sabores, la disposición de los muebles, la ropa, los zapatos, las fotografías colgadas en las paredes y la ausencia de la voz y las caricias cariñosas les recordaban a su madre. Lloraban a solas y se consolaban entre si mismos. Muchas veces les sorprendieron jugando con su madre detrás de las columnas de la casa o jugando a las gambetas o a la golosa. Ante tales hechos, los planes, todas las expectativas flaqueaban. El padre se derrumbaba y las tías se sentían impotentes para encauzar la situación. Los hechos se repetían con más frecuencia de lo esperado por lo que decidieron que era urgente y necesario llevar a los niños a vivir a una casa diferente donde los recuerdos no los abrumaran y no fuera tan insistente la presencia, en todos los objetos y en toda la casa de la madre muerta.

Vivian en el barrio el Vergel, en una casona grande, de arquitectura colonial, de altos techos y un patio amplio central alrededor del cual se distribuían las distintas estancias ocho en total y un patio de ropas, rodeado por ocho columnas robustas de madera de roble, rematadas en su base por sendas macetas de geranios que la abuela cuidaba con primor. La abuela Soledad, mientras su hija, maestra de profesión, colaboro en la cría de los chicos, los cuidaba con esmero mientras su hija iba a trabajar en la escuela y su yerno se desempeñaba como tesorero municipal en su pueblo natal. No quiero decir que la abuela después de la desaparición de su hija se despreocupara de sus nietos, faltaría a la verdad tal afirmación, siempre se desvelo por ellos y estuvo pendiente de lo que acontecía, pero hay circunstancias ajenas a nuestra voluntad que nos impiden cumplir a satisfacción con nuestros propósitos. Hay hechos externos a nosotros que cambian el rumbo de los acontecimientos y nos impiden llevar a buen puerto nuestros más caros deseos. Por aquellos días la situación del país era convulsa, inestable y peligrosa. Las luchas intestinas por el ejercicio del poder y el mantenimiento de prebendas, entre las clases dominantes y los estamentos sociales menos favorecidos declaro entre los partidos políticos tradicionales una guerra fratricida que se desarrollaba con ferocidad entre las masas campesinas mientras que quienes las impulsaban se repetían los despojos del saqueo; las tierras y los ganado9s abandonados cambiaban de dueños se ampliaban los latifundios y los desplazados engrosaban los cinturones de miseria de las grandes ciudades. La oración por la paz del líder popular del liberalismo dejaba al descubierto los tejemanejes que desde el gobierno se urdían en contra de la democracia: “Mal aventurados los que en el gobierno ocultan tras la bondad de las palabras la impiedad para los hombres de su pueblo, porque ellos serán señalados con el dedo de la ignominia en las páginas de la historia” . Solo os reclamamos:! Que nos tratéis a nosotros a nuestras madres, a nuestras esposas, a nuestros hijos y a nuestros bienes, como queráis que os traten a vos, a vuestra madre a vuestra esposa a vuestros hijos y a vuestros bienes! El incendio recorría todos los rincones del país, el asesinato del líder liberal atizaba la contienda y nadie quedaba a salvo de intrigas y calumnias, venganzas y satrapías poniéndolo al borde del precipicio. Una tía de los niños, hermana del padre, trabajaba como maestra en la cercana población de Villeta amenazada de muerte por los facinerosos que azotaban la región, se comunico con su cuñada para que fuera en su ayuda, habida cuenta de que, como hija de una familia conservadora podía obtener el paz y salvo de la autoridades para desplazarse sin inconvenientes y salvar con dicho documento los retenes que la impedían salir sana y salva de la escuela donde se encontraba retenida. Ante el llamado de su cuñada alisto viaje, obtuvo el pasaporte exigido, le pidió a su cuñado Rafael que la acompañara y un martes a las cinco de la mañana salieron el bus rumbo a Villeta. El viaje se trunco una hora después, a las seis de la mañana en la cercana población de Fontibón: un accidente de tránsito cambiaba el rumbo de los acontecimientos. El bus de pasajeros era embestido por un camión de carga y precipitaba la tragedia.

Cuando el caos se instala se necesita de una voluntad superior para restaurar el orden. El abuelo Crisóstomo le pidió a su hijo que se trasladara con los niños a su casa de San Carlos. Entonces era una casa de campo en las afueras de la ciudad con un terreno amplio que utilizaban para cultivar legumbres y hortalizas. La casa estaba dispuesta en forma de L, con cinco habitaciones, sin contar las estancias dedicadas a los servicios cocina sala y comedor y un patio grande debidamente adoquinado, y en la parte trasera, las pequeñas eras donde crecían las hortalizas y plantas de jardín, que con sus vivos colores, apreciándolas del lejos semejaba un mosaico de teselas bien dispuesto y agradable a la vista. La decisión del abuelo fue acertada, los niños se encontraron un ambiente diferente, un excelente lugar de juegos y el cariño de los abuelos paternos. En adelante había que prever todo lo atinente a la educación de los chicos al menos de los tres mayores, porque los dos menores aun no tenían edad para asistir a clases. A los dos mayores los matricularon en un colegio particular cercano a las instalaciones del batallón de caballería por el camino de Usme. El patio de juegos del colegio lindaba con el rio Tunjuelito que en aquel lugar era solo un riachuelo cenagoso cuyo lecho iba encajado en una pequeña garganta de no más de cinco metros de altura y que en sus sitios más angostos su anchura no llegaba a los dos metros. Este rio daría mucho que hablar en los años venideros. A la niña la matricularon como era preceptivo entonces en un colegio de monjas.

El colegio era una vieja y amplia casona, de estilo colonial, que tiempo atrás debió pertenecer o hacer parte de la escuela de caballería. Las aulas eran espaciosas y las pizarras amplias, igualmente sus corredores interiores, mas, su ambiente era frio y poco acogedor. Los pupitres estaban compuestos por unas mesas largas y estrechas, como un cajón, abierto por uno de sus lados, para depositar allí libros y cuadernos, adheridos a una banca larga , estrecha y dura donde se acomodaba a los alumnos de a tres por banca. La fachada exterior de aquel edificio indicaba por si sola el espíritu que gobernaba la institución. El viejo reglamento escolar se encontraba fijado sobre una de las paredes del ancho recibidor y en él se resaltaban las normas de convivencia entre el alumnado, el respeto hacia los profesores y las sanciones disciplinarias a que hubiere lugar. En fin, un manual más indicado para el sometimiento de los espíritus que a la liberación de los mismos. Las desventajas para los niños creativos eran manifiestas, amén de las pésimas practicas pedagógicas que, sumadas a todo lo anterior, arrojaban como resultado el fracaso escolar, la deserción de los alumnos que rechazaban la metodología de la imposición. La falsedad del sistema se manifestaba en la desproporción entre los programas escolares y el rendimiento de los educandos altamente deficiente. Los maestros, con raras excepciones, autoritarios, poco comunicativos y más preocupados de cumplir con el programa anual que por transmitir conocimientos: El maestro convertido en un instructor de reglas pero no en el trasmisor de conocimientos que se grabaran en la mente de sus jóvenes pupilos-Por regla general los alumnos eran incapaces de acomodar las imágenes de las diferentes asignaturas propias del curso de aprendizaje con el mundo real en que les tocaba vivir. Esa ruptura, insalvable, convertía en imposible de digerir cualquier conocimiento por lo que se recurría al expediente de la memorización como patrón general del método educativo. No otra cosa suponía la cantidad de “materia” que había que memorizar, las tablas de multiplicar, los poemas de Silva, Pombo, Valencia, Pesoa, la geografía y la orografía del país, el Catecismo del Padre Astete, los clásicos españoles, teoremas de geometría ,por no hablar de la gramática latina, la ortografía, la lengua vernácula y las lenguas extranjeras. En las clases de historia los alumnos eran incapaces de comparar las circunstancias sociales y políticas de ayer con el momento presente que les acuciaba empujándolos a la acción sin tener una respuesta consiente valida que les permitiera comprender los sucesos en que andaban sumergidos. La vida estudiantil se convertía así en un maremágnum de conocimientos con escasa aplicación, al desbordamiento de las energías juveniles en juegos, indisciplina y disparatados ejercicios de reafirmación personal.

La vida del joven estudiante transcurría entre los castigos tanto físicos como intelectuales que les proporcionaba el profesor y las sanciones paternas por el constante ir y venir de quejas que dejaban consignadas los docentes en los cuadernos de deberes. La fantochería de algunos maestros llegaba hasta el delirio, no de otra forma se pueden catalogar los castigos del enseñante Manasevich en sus clases de matemáticas, férula en mano, mirada fría y voz recia, como la de un sargento, pasaba a la pizarra a los alumnos para que llevaran a efecto una multiplicación de quince dígitos en el multiplicando por diez en el multiplicador. Azorados los alumnos si no se equivocaban en las sumas lo hacían en las multiplicaciones y responder con certeza era un milagro. Las equivocaciones siempre terminaban igual: La férula describía un semicírculo, se oía un grito y ¡bam! reventaba en la palma de la mano, acompañada por un gemido de dolor, como un eco en la distancia del grito anterior. La tortura no terminaba con el castigo físico, la única forma de abandonar el colegio era terminando la multiplicación o la división, el caso era el mismo, o hasta que algún familiar se acercara al colegio a recoger al alumno. Entonces, Manasevich, se frotaba las manos y descargaba sobre el familiar del pupilo toda su sabiduría recriminando la falta de inteligencia, la pereza ancestral, la mala educación, la dejación familiar en la obligación de colaborar en la educación de los chicos. El padre o el acudiente recibían una reprimenda que más tarde, en casa, seria trasladada debidamente al verdadero infractor. Las tías en esos casos les daban unos azotes, les reconvenían por su mal comportamiento para con los maestros, y, cuando llegaba su hermano le ponían en conocimiento de los sucesos del día para que reprendiera a los hijos. La paz no se conseguía ni en sueños ,la sombra de Manasevich , las multiplicaciones y las divisiones se convertían, constantemente , en pesadillas, cuando no, las reprimendas de las tías que querían acertar pero no lo conseguían .En los sueños todo era confusión, no hay una historia lineal sino que todo se altera, distorsiona y los fantasmas toman posesión del mundo ,en duerme-vela, vivimos pesadilla, despiertos la padecemos .No todos los profesores hacían de ogro feroz , algunos de ellos procuraban equilibrar la balanza y muchas veces lo conseguían burlando el orden establecido ,pero no por mucho tiempo, porque siempre se imponía el espíritu de la limitación . Tilo era profesor de historia, pertenecía a esa clase de hombres para los que el mundo era una flor abierta, llena de esperanza. Tilo era un arúspice y no pocas veces daba la impresión de ser un orate. Era magnánimo y razonable y asistir a sus clases toda una diversión, su charla discurría a fogonazos y las palabras se revelaban con un sentido de simplicidad sorprendente que subyugaba al oyente. Para el era necesario el nacimiento de un hombre nuevo, un nuevo Adán, que redimiera a la humanidad y la sacara de su poltronería ancestral, de su nada que hacer cotidiana, de su abulia, para que se desmande la sangre, vuele la mente y la razón solo sea el hilo de Ariadna que nos mantenga sujetos a la tierra .En la lectura, decía, encontrareis la felicidad porque siempre estaréis a punto de ser… El reverso de la moneda de San Pedro, el profesor de religión. ¿Cómo podría un estudiante, con la mente aun no deformada, razonablemente aceptar, esa imagen a medio hilvanar de la historia sagrada, como un mundo real? ¿Cómo equilibrar los conceptos de paz y de igualdad en un mundo donde brillan por su ausencia y donde las necesidades aniquilaban más que las enfermedades? Realmente los conceptos allí expuestos no resistían el análisis, la fe que se predicaba iba enderezada únicamente a la aceptación incondicional de preceptos no demostrados o, en el peor de los casos, el mantenimiento de una casta social poderosa, insensible por lo demás, a los padecimientos ajenos. En la casa los ritos y normas religiosas se cumplían a rajatabla. Las tías todas las tardes, después de la cena, reunían a los chicos en la sala y rezaban unas plegarias antes de irse a dormir. No siempre ese espíritu de recogimiento terminaba bien, las plegarias se recitaban de menoría mientras la mente volaba hacia otras latitudes o se hacía burla del recogimiento de los mayores, las risas a hurtadillas los delataban y la sanción no se hacía esperar. De todos modos los actos religiosos que se celebraban eran las liturgias de adviento las que con mayor fuerza recogían el ánimo y buena voluntad de los chicos, la participación en la preparación de las fiestas no era exigible, estaban dispuestos para colaborar para que el acontecimiento del nacimiento de Jesús consiguiera el boato posible. A partir del 16 de diciembre hasta el 24 se rezaba la novena navideña, se realizaban verbenas, se apostaba a los aguinaldos y se escribían las cartas al niño Jesús pidiendo los regalos y de contera por la salud de todos en el hogar. Las tías se volvían más comunicativas y se esforzaban en la preparación de las viandas navideñas, colaciones, pastelitos, envueltos de mazorca, tamales, embutidos, dulce de leche y la lechona rellena o el pavo que se consumía el día 24 de diciembre después de la misa de gallo. Hay una navidad que los niños no olvidan y recuerdan con nostalgia, se encontraban en la hacienda del abuelo, la abuela Justina y las tías habían preparado el bizcochuelo , los dulces, y el asado para la cena mientras que el abuelo jugaba con sus nietos detrás de la casa a la gallina ciega. El juego era sencillo, de gallina hacia el abuelo que había quedado ciego aclarando la melaza en los fondos en la segunda cochura del zumo de la caña para preparar azúcar, por lo que no había que vendarle los ojos para el juego, sentado en un banco de madera, cogía un zurriago en la mano diestra y lo arrastraba lentamente de derecha a izquierda, en tanto que, los niños lo rodeaban en medio de una gran alharaca para desconcertarlo mientras uno de los chicos se acercaba sigilosamente o se precipitaba vertiginoso y le tocaba la cabeza . Equivocarse significaba recibir en las piernas un zurriagazo, la hilaridad de todos y no pocas veces el llanto del afectado. En esas raras ocasiones el abuelo sacaba un dulce del bolsillo para calmar al nieto. Mientras el juego se desarrollaba se empacaban los regalos y se colocaban rodeando el nacimiento, a cada niño se le ponía un juguete, alguna ropa o zapatos y algún pequeño libro de cuentos, de esa labor se encargaba Abraham, quien, como de costumbre, siempre sorprendía por sus ocurrencias, dichos, dizques y diretes. En una ocasión envolvió en papel de seda blanco una caja vacía la ato con una cinta roja, le hizo un nudo de mariposa y le coloco un clavel blanco y por ultimo en una tarjeta escribió: “para todos los niños” y la coloco al lado de los demás regalos. Poco a poco esa tarde se fue reuniendo toda la familia en un entorno distendido y alegre, el olor del asado invadía el ambiente, se canturreaban villancicos acompañados por la guitarra y las panderetas y se lanzaban a los aires voladores que explotaban en el firmamento en múltiples colores. La fiesta comenzaba, la abuela preparaba la mesa vistiéndola con un mantel blanco estampado con adornos navideños, se colocaban los platos y la cubertería así todas la viandas que habían sido preparadas que habían sido preparadas para la ocasión, teniendo lugar de preferencia el asado, un lechón relleno en cuyas fauces se había colocado una apetitosa manzana roja. Los comensales se distribuyen alrededor de la mesa, los niños se sientan con los adultos y toda la familia disfruta de la opípara cena. Finalizada la comida los abuelos invitan a sus hijos y a sus nietos a pasar a la sala para rezar la novena y dar gracias a Dios por los bienes recibidos. Todos se recogen alrededor del nacimiento elevan sus plegarias y finalizado el rito religioso se disponen a repartir los regalos y a abrirlos en medio del jolgorio general. Abraham hace de maestro de ceremonias y comienza a distribuir los regalos llamando a cada agraciado por su nombre. Los niños reciben su obsequio y al final solo queda una caja grande vestida de blanco. Todos preguntan para quien es, ¡Que se lea la tarjeta! gritan todos. Abraham, la toma ceremoniosamente y lee: “Para todos los niños”. La gritería y la alegría crecen… Abraham les alcanza la caja a los niños y les pide que la abran. Acto seguido, entre los cinco chiquillos, le retiran el papel y la abren… ¡Pero si está vacía¡ Protestan . No. No. Niños, les dice Abraham, esa caja está llena de besos, de caricias y de abrazos que os envía vuestra madre desde el cielo…. Un silencio sepulcral lleno el ambiente las miradas de desconcierto estaban en todas las caras, lo cierto es que los niños recibieron el mensaje y todos a una le enviaron besos a la caja, las caras recuperaron la sonrisa, se distendió el ambiente y la fiesta no ceso hasta la luz de la aurora…

Terminadas las festividades se vuelve a la vida real, cada cual a su destino; los abuelos despedían a sus hijos y a sus nietos que regresaban a la ciudad, les daban la bendición y les recordaban, como siempre lo hacían, no resignarse ante las adversidades sino luchar y superarlas. No olviden, les decían, que el hombre es un desgraciado cuando la adversidad lo olvida; a los nietos, con ocasión de la molienda de la caña de azúcar, les alistaban alfandoques y alfeñiques para que llevaran a la escuela para la hora de la merienda, pero, como les pasaba a los merengues que les preparaba la abuela, no duraban ni un suspiro a pesar de la buena administración que hacían las tía del avituallamiento. Volver a la ciudad era regresar a lo cotidiano. No entender porque no se puede cambiar era lo que les ocurría a las tías. Ellas querían a sus sobrinos, procuraban darles todo lo mejor, orientarlos, darles buenos consejos pero las travesuras, la inquietud de los niños la superaban, no estaban hechas para ser madres o, al menos, la vida no les había dado tiempo para aceptar una maternidad sobrevenida ajena a su propia voluntad. En la medida en que los chicos crecían los desencuentros eran mayores, las diferencias de criterio se acentuaban, y, por alguna extraña razón, no compartían los mismos sentimientos. No era falta de buena voluntad, que les sobraba, era la vida que las había atropellado impidiéndoles buscar nuevas oportunidades. De otra parte, su acendrada religiosidad y estrictas costumbres les llevaban a limitar la visión que los chicos tenían del mundo incidiendo negativamente en su personalidad. La casa, la escuela y el credo se confabulaban para borrar todo vestigio de carácter individual, toda particularidad personal, todo razonamiento, imponiendo la sumisión como actitud personal el acto de fe como principio de verdad y la masificación de criterios como estatus social. Los ¿por qué? No encontraban justificadas respuestas que les permitieran no sentirse injustamente tratados y dieran paso, luego, a la autoconfianza permanente lo que más sentían del regreso a la ciudad eran las noches en que reunidos bajo la higuera del patio, el abuelo y Abraham les contaban cuentos incidentes reales o fantásticos que les quitaban el sueño y les provocaban no pocas pesadillas. Todo el ambiente se impregnaba, gracias a la palabra y a la mímica, en el aire que respiraban, en las voces que oían y en las vidas que vivían vidas ajenas que hacían propias por una horas y que les permitían conocer otros mundo fabulosos aportando un alivio imaginario a las tensiones y opresiones del diario vivir. El abuelo en muchas ocasiones dejaba discurrir su memoria sobre la guerra de los mil días, otra sobre la historia reciente y muy de tarde en tarde sobre cuentos de fantasmas y de terror. El abuelo se empeñaba en hacer de sus narraciones orales modelos de comportamiento que permitieran erradicar actitudes reprobables y que sirvieran además para transmitir enseñanzas positivas. De él y de Abraham escucharon los primeros mitos, leyendas y epopeyas, y, también, el espíritu de responsabilidad y libertad. Vivian entre la contradicción permanente que les ofrecía la comparación del mundo quimérico del abuelo y Abraham con el de las tías Rosa y Chinca real, frio y estricto.

Regresar a la escuela era una liberación y una pesadilla, una liberación porque se alejaban de la opresión y rigidez del hogar y una pesadilla porque no siempre los maestros estaban dispuestos a soportar la diaria algarabía de la chiquillería. Al principio los enviaban a la escuela con Diva una chica que colaboraba en la casa en las labores del hogar. Ella se ocupaba de que nos les faltara nada dentro del maletín, de salir a tiempo para no llegar tarde a clases y de evitar que por el camino se distrajeran jugando con otros chicos o azuzando a los perros del vecindario. Diva también ponía su granito de arena en la educación de los muchachos, por el camino los reprendía por no apurar el paso o porque se distraían pateando una piedra o una pelota de papel, sino le hacían caso les amenazaba con contárselo a las tias o a los maestros y en especial a Manasevich que la trataba con cierta deferencia y ella a él con descarada coquetería. La verdad nunca lo hizo pero la tenia atemorizada, a pesar de todo, los chicos la hacían pasar malos ratos cuando se acercaban a las riveras del rio y saltaban de un lado a otro en las estrechas gargantas. Para la celebración de la semana mayor semana santa, se organizaban en la escuela, con el apoyo del cura de la parroquia, los retiros espirituales en los que la oración y el arrepentimiento eran los protagonistas y el diablo y el pecado los legítimos contradictores. El cura se empeñaba en enseñarles a los chicos la diferencia entre el bien y el mal se extendía explicando el evangelio y poniendo ejemplos para que fuera lo más comprensible. No siempre sus ejemplos daban en la diana y hacia más nebulosa la comprensión de las historias. En alguna ocasión hablando del bien y el mal conto que la compañía de Jesus envió un misionero al Congo, por aquella época, según dijo, era una colonia recién descubierta por los belgas y que sus habitantes eran paganos por lo que la misión del sacerdote era cristianizar a los indígenas de aquel país. Según afirmo, el misionero reunía todas las tardes a los negritos para explicarles el evangelio y hacerles ver la importancia de obrar bien. Sus esfuerzos para hacerles comprender los conceptos de bueno y malo se estrellaban contra el muro de la incomprensión pero el resignadamente insistía y les daba ejemplos que les permitiera comprender lo que quería trasmitirles. Pasaron los meses, les enseño a persignarse, el Padre Nuestro, el Ave María y otras oraciones que repetían como loros sin llegar a comprender su significado. Una tarde reunió a sus alumnos en pequeña asamblea para examinarlos y le pregunto al joven Ombure que era una obra buena y que una obra mala, a lo que respondió el aludido: “Una obra mala es que otro robe el ganado de mi señor y una obra buena que mi señor robe el ganado de otro”. Con lo que el aprendizaje había sido en vano y los ejemplos poco claros.

El cura era un hombre de unos cuarenta años, vestía pulcramente, sus modales eran exquisitos y algo amanerados, sus ojos azules e inquietos lo escrutaban todo, no perdía ningún movimiento como si interiormente tuviera miedo de verse sorprendido en alguna fechoría, o, como si temiera ser atado por alguien se encontraba siempre a la defensiva. Provenía, según decían, de una familia de rancio abolengo de la provincia de Sonsón y él lo reafirmaba con su porte elegante, el cuerpo bien erguido y la cara levantada; miraba a la gente de frente aunque siempre se tenía la impresión de no ser vistos. Saludaba, si, con un leve movimiento de cabeza y solo se detenía si el parroquiano le hacia alguna pregunta. En la parroquia se le tenía por un hombre bueno

La casa parroquial y la iglesia siempre estaban abiertas al público. Recibía a los fieles en la sacristía, un pequeño recinto poco iluminado en el que se encontraba un amplio armario donde guardaba las casullas y demás vestiduras y ornamentos propios del servicio o, en el salón de su casa donde sobre tupida alfombra estaban colocados dos grandes sofás, una mesa larga en la mitad con un mantel blanco de lino sobre el que descansaba un misal, la biblia y un crucifijo de mármol blanco, las paredes blancas de la estancia carecían de adornos por lo que la luz que entraba por la pequeña ventana la hacía ver más clara y límpida . Lo asistía un acolito, un chico de quince años que en las misas vestía una cota blanca de algodón sobre una túnica roja; se encargaba también del campanario y de tocar las campanas para llamar a misa. La torre del campanario era alta de unas seis alturas divididas por pequeños descansillos, en lo alto, bajo un grueso travesaño de madera, cuelgan las campanas a la luz de los arcos. Más abajo el mecanismo del reloj funciona rítmicamente. En lo alto de la torre no se podía estar cuando los badajos golpeaban las campanas, el ruido que producían era ensordecedor. Desde los arcos se divisaba la ciudad el parque y la escuela. La puerta de la torre permanecía cerrada para evitar que los niños subieran al campanario y se produjera una tragedia.

Todos los viernes en las horas de la tarde, llevaban a los jóvenes, en perfecta formación, a la iglesia para la confesión. Salían de la escuela por una calle lateral, empinada, bordeada por los frondosos sauces , que desembocaba en el amplio parque adornado con parterres cubiertos de margaritas y magnolias que daban acceso a las escalinatas de la iglesia. Los alumnos recorrían la distancia en absoluto silencio en fila india, dando signos de recogimiento: No miraban hacia los lados, la cabeza agachada y los ojos mirando al cielo. Caminaban bajo la severa mirada de sus maestros y en el entendimiento de que la contrición los redimiría de los pecados cometidos en la escuela, los jóvenes están siempre ocupados y en sus ratos de solaz y de descanso, les está prohibido toda clase de juegos y distracciones fuera de la vista de los maestros para evitar que las locuras propias de la juventud y el vicio, que siempre acecha, perviertan su inocencia. El sacerdote les esperaba en el portón de la iglesia, los hacia pasar dentro y los distribuía en las bancas laterales al confesionario. Se dirigía a la sacristía, vestida la casulla, tomaba el misal, ingresaba en el confesionario y se disponía a escuchar las tímidas confesiones de los alumnos. A las niñas las escuchaba por las ventanillas laterales y a los muchachos por la entrada central la cual siempre estaba cubierta por una larga cortina de color violeta; con las chicas era seco y distante, con los chicos meloso y cariñoso. Cuando entraba en el confesionario el sacerdote olvidaba las proporciones, las medidas, el ritmo del mundo ordinario y se dejaba llevar por el enloquecido ritmo del éxtasis. Su cuerpo era un diapasón por el que se desbordaban todas las pasiones, era un hombre lleno de conflictos y emociones en constante lucha con lo que representaba la mayoría de los jóvenes iban a disgusto a cumplir con el sacramento de la confesión entendían que sus caricias y meloserias iban más allá de lo permitido. Cuando los jóvenes lo rechazaban saltaba como un neurótico haciendo valer su preeminencia y su supuesta autoridad, entonces, lo dejan hacer, sin protestar, hasta que les imponía la penitencia reconviniéndolos para que fueran buenos, sumisos y excelentes hijos de Dios. Nunca comprendió que la mayor penitencia era confesarse con él , responder a sus preguntas sin participar de su locura, entrar en su macabro juego sin participar en el, pero la mayor decepción se encaraba cuando sintiéndose ofendidos y mancillados se producían las quejas, entonces, nadie escuchaba, eran malas apreciaciones sobre las buenas y sanas intenciones del prelado, un bulo inventado por los chicos para evitar la confesión las tías y las madres en particular no permitían que se hablara del párroco, para ellas y para el resto de los feligreses era un hombre santo, sensato, comprensivo y cariñoso. El oprobio estaba santificado había que cargar con el porqué no era siquiera objeto de redención. Dicen que la etapa de la vida que mas marca al hombre es la de la infancia, y hay otra que se deslizan sin dejar huellas sensibles, pero aquellas que nos marcan, dejan una profunda huella como si el fuego del hierro del herrero hubiera dejado en ellas su impronta.

Recordar los días de la infancia es acumular en breves momentos una inmensa carga de historias casi imposible de haber sido vividas en tan corto periodo de tiempo. Es vivenciar situaciones alegres unas veces, trágicas y grotescas otras vividas a menudo con desasosiego, como un mal sueño. Hoy aun recuerdo los luctuosos momentos de la trágica muerte de mi madre y el endiablado remolino de acontecimientos que produjo su temprana desaparición; la pesadilla duro mucho tiempo amparada por los juegos de mi amiga fantasma jugaba y departía con ella por todos los rincones de la casa, solazándome con su presencia presentida y provocando en los adultos de la casa una amarga zozobra. Recuerdo también el asesinato del negro Gaitán , el incendio general, la vocinglería, el olor a quemado, los muertos, los heridos, la policía tomando partido por unos o por otros, el ejercito sin orden ni concierto y los francotiradores apostados por todas las esquinas y en los edificios más altos disparando a todo lo que se movía, la preocupación en lacara de los mayores, la radio incendiando las conciencias y desde el gobierno, atizando los rescoldos para no perder el control de los acontecimientos con tanto esmero preparados.

Volver a la realidad de esos días, con la perspectiva de los años, la distancia y los anales de la historia ya fijados es no pocas veces un acto de fe, o en el peor de los escenarios, de desorientación total porque nuestros recuerdos difieren radicalmente de lo que nos cuentan o lo nos cuentan no encuentra un lugar donde acomodarse dentro de nuestras propias vivencias. Planteándonos con frecuencia una disyuntiva sin respuesta: Si lo que nos cuentan es verdad o si lo que contamos pertenece a la ficción. La vida asi se disocia el pasado es un borrón el presente se vive a saltos y el futuro nace sin esperanzas. Con esta urdimbre el hombre avanza por un camino de abrojos con el culo al aire lo único que puede salvarlo, sacarlo de la sima donde se encuentre es la armonía mental y su propia entereza de carácter.

En medio del huracán aprendí pronto a tener la boca cerrada a escuchar más que hablar, a observar más que a mirar y a actuar con la velocidad del relámpago sin dar tiempo al legitimo contradictor a reflexiona. Hay cosas y hechos que son inolvidables con ellos y ellas hay que llenar el alma rebozar los sentimientos y atemperar los recuerdos las otras las desagradables en lo posible hay que apartarlas dejarlas a un lado procurando olvidarlas. Si, ya sé que no es posible, que siempre esta4ran ahí, molestando, pero vale la pena intentarlo para seguir adelante sin el pesado fardo de su sombra,

Las tías nacidas en un siglo en el que el mérito se lo lleva el más fuerte, los hombres más ricos y las mujeres más bellas, las tías eran coquetas; maquillaban su cara, se pintaban los labios, se arreglaban las uñas, se las pintaban de un rojo pálido, un color rosa intenso seria mas cercano, se colgaban un pañuelo, vaporoso, de atractivos colores en la garganta, anillos en los dedos y pulsera en la muñeca, corpiño de encajes, blusas de seda y faldas que resaltaran su talle, cuando no, en ocasiones especiales, trajes sastres de paños ingleses, zapatos de tacón alto y suaves aromas. Con esos mimbres las tías tuvieron muchos pretendientes pero unos por una razón y otros por otras nunca llenaban sus aspiraciones del hombre ideal que recrearon con sus lecturas, ninguno les llegaba a la suela de los zapatos. La tía Rosa tuvo un pretendiente que podía llenar las expectativas propuestas: Buen mozo, emprendedor, mayorista de telas, tejidos, confecciones y creyente confeso y practicante, de buena familia y no muy lejano a su mismo linaje. Pero la Tía Rosa, veía mas allá que los demás, tenía ese sexto sentido que tienen muchas mujeres para escrutar las almas de su entorno y no pocas veces el futuro: El pretendiente era sobre modo tacaño, ambicioso sin medida y egoísta, de él se decía a soto voz, que dormían en estancias separadas, para economizar esfuerzos, con quien fue su mujer y que cuando el uno necesitaba del otro se desplazaba hasta la habitación vecina, daba tres golpes suaves en la puerta, para no despertar a los hijos, y entraba. En las ocasiones en que lo hacia ella recurrentemente le contestaban del otro lado: “Deja para mañana María”. Su hermano le acuño un aforismo que le venía como anillo al dedo: A mi hermano mama le dejo lo que tenia, que era mucho, y a mí lo que sabía, que era poco, Dios la tenga en su seno”.

La tía Chinca no se quedaba atrás, no podía ser de otra manera, su alegre espíritu, su gayo decir y su fuerza interior eran suficientes avales para atraer pretendientes que inveteradamente se estrellaban contra el muro de su escrupulosa selección. No ocurrió así con Hipe, odontólogo de profesión que deshizo el hechizo con sus buenas maneras: conquisto el corazón de la tía y durante muchos años atravesó, con ella, virgen su noviazgo. Algún día decidieron casarse y pusieron una fecha que tenía como limite una intervención quirúrgica, de una ulcera estomacal, que padecía el odontólogo. Cuando la tía conoció a Hipe pudo descifrar muchas cosas de la vida, actuales y futuras.: Adivino su soledad, también su ternura, esa mezcla de pasión y humanidad que nos hace más próximos. Sus paseos los domingos por la plaza, antes de la misa, la hacían reflexionar en el futuro, pensaba en el amor cuando estuvieran solos, en el deseo de acariciarse mutuamente. También pensaba en abandonar el pueblo e ir a la ciudad en el convencimiento de que la única decisión sería era la de resignarse a la vida que le ofrecían. Creía en Hipe y descubrió gracias a su sentido innato de la vida que solo se vive de verdad cuando cada día nos rinde una sorpresa. Hipe en esas ocasiones le repetía hasta el delirio que, “todo, absolutamente todo nos puede suceder, quiéralo Dios o querámoslo nosotros, pero siempre será queriéndonos y contentos el uno del otro inventemos lo que inventemos”. La frase no expresaba una opinión ni un juicio, ni expresaba un deseo, era una comprobación, una vieja verdad. Nada de lo que ellos hicieran podría debilitar su amor, esa locura sin salida ni alteraciones. La vida sin embargo nos juega malas pasadas, no el destino, porque si así fuera, seriamos galeotes, esclavos de un mal creador. El tiempo paso y llego el día de encontrarse con la sala de operaciones; la intervención quirúrgica se realizo y nada salio bien: Hipe fallecía días después y la tía Chinca quedaba en medio de su dolor, por caprichos de la vida, no para vestir santos sino para vestir sobrinos.

Tengo que confesar que en medio de mis travesuras y las de mis hermanos, una tarde, buscando entre los papeles de las tías, lo que no se nos había perdido, encontré, entre las tapas de un pequeño libro, no sé si era un misal o una novela o un cuaderno de apuntes, un papel bien doblado, con unos pétalos de rosa en su interior, con un pequeño poema de WILLIAM Blake (1757- 1827), fácil de memorizar, que dice así:

“¡Rosa estas enferma!

El gusano oscuro

Que vuela en la noche,

En el ronco trueno,

Descubrió tu lecho

De ruboroso gozo,

Y su negro amor secreto

Te destruye la vida.”

Entonces no comprendía nada de lo que allí se decía, ni era capaz de interpretarlo. Si sabía que algo escondía, que reflejaba una realidad que me era ajena, pero que estaba ahí para ser desentrañada. Lo cierto, la única verdad es que su existencia denota todo lo que Hipe sentía por la tía y lo que ella, a su vez, sentía por él al guardarlo con tanto mimo. Hoy, a mis sesenta y siete años aun me acuerdo de ese trozo de papel y de los versos en él escritos de puño y letra del enamorado de mi tía.

Las tías se dedicaron a cuidar de sus sobrinos, quizás apartadas de lo que ellas querían hacer y que de alguna manera la vida les negaba. Lo hicieron de la mejor buena fe, seguramente en algunas ocasiones se excedieron por el celo puesto en su función, pero aceptaron con humildad los altos y bajos de la convivencia familiar. La tarea no debió ser fácil, no se lo pusimos fácil y menos aun cuando lo que esperaban de la vida era otra cosa. La vida quiso que con los años la tía Chinca se realizara plenamente como madre: Su hermana Ligia tuvo una niña, Adriana, a la que ayudo a criar, desarrollando en ella todo el instinto maternal de que fue capaz, y luego, tuvo la satisfacción de ser abuela de tres niñas que hoy lloraran su pérdida con amargura. La única nostalgia común que uno tiene con sus hijos son las vivencias compartidas, cada uno con motivos diferentes, como debe ser, y con un dolor o una alegría distintos como siempre ocurre. Siempre pensamos que estamos muy lejos de ser felices, hoy pensamos lo contrario, fuimos felices, y esa felicidad, lo que hoy somos, se lo debemos en gran parte a las tías Rosa y Chinca.

La última vez que vi a la tía Chinca fue en el lar de ancianos, estaba allí, en un rincón de la casa, sola, como si estuviera abandonada, con la vista perdida en el infinito. La enfermera de turno nos manifestó que, “a pesar del tiempo no se acostumbraba…”. No era para menos, no podía ser de otra manera, ella que siempre había sido tan activa no podía acostumbrarse a aquella vida lenta, chata y sin perspectivas, entre cuatro paredes frías, no era que la casa no estuviera bien habilitada para prestar el servicio, sino que era una casa ajena, sin el calor humano que ella demandaba. Nos vio, nos miro asombrada, en silencio, con reproche. Nos reconoció a pesar del avance del alzhaimer. Nos abrazo demostrando una vez más su tacto sensible, su capacidad de anticiparse a los acontecimientos como quien quiere exorcizar su destino. No olvidaba nuestros nombres, sabía quiénes éramos. Mijo, me dijo, -lléveme a la finca, mire, los animales y la niña están solos… y no me gusta… Hay mucha gente mala. Chelita, dirigiéndose a mi esposa, -¿cómo están las niñas?, a usted la veo más gordita, mucho mejor que la última vez. Chelita, porque no se queda aquí y me acompaña, tengo una cama grande ahí podemos dormir juntas y hablar de la familia. Chelita, mire, en la cama hay una sola almohada, pero no se preocupe, en ella las dos podemos poner la cabeza. Su manera de hablar fue para mí toda una revelación, demostraba su entereza de carácter. En un momento dado se inclino hacia adelante, se paso la mano por la cara, puso su dedo índice sobre los labios, nos miro de frente y nos dijo: “Si sigo aquí no volveré a reír”. Quizás sea este el más duro reproche que escuchara de sus labios, e intuí que estaba diciendo de verdad lo que sentía. En la sala estaba ella, Inés, Chela y yo, los cuatro, fundidos en la atemporalidad de sus palabras. En la medida en que se expresaba la imaginábamos fuera de nuestro propio tiempo, ni el tic tac del reloj colgado en la pared, nos sacaba del hechizo, entendíamos que se acercaba a su final y que su reclusión en aquel lugar la estaba convirtiendo en polvo…

Tia Chinca y tia Rosa, si cometimos un error, solo podemos pedir vuestra benevolencia y teneros por siempre en nuestro recuerdo. Q.E. P D.

Carlos Herrera Rozo






HIJAS...

A Mis Hijas:



Hijas,

El otoño y las brumas de la mente me confunden,

Una niebla densa amarga mi existencia;

Mis recuerdos, como pájaros sin rumbo,

Huyen de mi razón como se desvanecen

Los castillos, que cuando niñas,

Formabais en la arena azotados por las olas…



Hoy, al escribir estas líneas, mi pluma

Se moja con el agua salada de la playa…

Hijas, mis flores inocentes,

Nacidas a la luz de esas riveras

Azotadas por el viento y la tormenta,

Por la furia de un viento

Que ardía en mi corazón y en mi cabeza

Haciéndome fuerte ante los embates de la vida.



Nacemos para luchar, para amansar la vida,

Para hacernos fuertes en el combate rudo

Y cuando caigamos vencidos por la muerte

Tener por cierto que no nos venció la vida.

Fueron de vuestra madre las caricias y los besos, y mis mimos,

En medio del dolor y la tormenta

Los que acunaron vuestros primeros días…



Hijas, cuando habléis de vuestros padres

Recordad que hemos puesto en vuestras manos

Lo que somos, y todo cuanto fuimos, en vuestro amor supremo.

Así podréis mirar el mundo cara a cara, sin angustias…

No me imitéis a mí, mi locura solo conduce a la locura,

Y hace que sangre más la herida si la hubo.

Seguid de vuestra madre ejemplo,

¡Con su virtud ilumino mi vida!

Que sea vuestra vida un dechado de virtudes,

Que la ambición no supere a la templanza,

Adornad el perdón con el olvido

Y la virtud con la esperanza.

Y nunca os disculpéis con el destino

Por tortuoso y lleno de abrojos

Que haya sido el camino…



Recordad: La vida es una perenne lucha

En la que siempre hay una herida.

Heridas que terminan por matar a los heridos…

Vivimos de ilusiones sin comprender

Que es una lumbre fatua

Y que la belleza, como las flores, se marchita y muere.

Recordad las palabras del abuelo,

Hombre prudente y esforzado:

“Haced el bien para dormir tranquilas”.









Nunca me han importado en este mundo

Ni glorias, ni aplausos, ni oropeles:

Procurar vuestro bien, fue nuestro anhelo;

Amaros y sufrir es nuestra historia.

Cuando nuestra vida llegue con el sol en el ocaso

Perdida para siempre la noción del tiempo,

Cuando avancemos de la mano hacia el olvido,

Recordad nuestros consejos con ternura,

Y en cada pensamiento, en cada paso,

Buscad en ellos el consuelo…





Esperamos que al morir, sea nuestro premio

Solo vuestro amor, y los recuerdos,

Un voto de esperanza en vuestras vidas…







Carlos Herrera Rozo.